En mis recuerdos veo a la aldea, como una gran masa de casas a medio
construir, llenas de pobreza, llenas de tristeza y miedo. Pero había
más, mucho más. Había vida más alla del hambre, de la miseria, de la
maldad y de la suciedad. Había árboles, muchos árboles. Éste es el otro
recuerdo que tengo de la ciudad. Los árboles y las ruinas formaban un
entresijo de callejuellas sin salidas, y de calles sin nombres, tan sólo
apodadas según el gremio de artesanos que vivieran, la hiedra cubría la
mitad de las casas derruidas, y la otra mitad de la aldea descubierta
de hiedra era porque ni siquiera ella se adentraba en semejantes
suburbios. Las raíces de los árboles se confundian con los cimientos de
las casas, y dificultaban el paso de caballos y personas. Mi madre
siempre me dijo, que yo no aprendí a andar, sino a saltar. Saltaba,
evitando las raices, me aprendia los saltos que daba para llegar a mis
destinos. Desde el palacio hasta mi casa había 156 saltos, y desde mi
casa hasta el palacio 192, pues nunca volvía por el mismo lugar.
Extrañamente no me acuerdo de los pasos que había desde mi casa hasta el
río, pero sí de los que había desde el río hasta mi casa, y eran
exactamente 38 saltos. Atentos, pues ya contaré la extrañeza de esta
inusitada rareza.
Los árboles eran todos castaños. No había ni un
naranjo, ni un manzanos, y ningún platanero. Y auqnue en mi infancia
disfruté de las castañas, nunca pude probar una sola naranja hasta que
tuve 16 años. Mi ciudad era un más de Kunkin, cómo se llamaba la comarca
donde vivíamos. Y el país llamado Asracelo, según luego descubrí, se
dividia en cindo comarcas. Kunkin situada al Norte del país, y donde
solía hacer más frio. Atasni, la segunda comarca, estaba al Oeste, y
allí reposaban multitud de minas de Sal, y de cordilleras de imposibles
formas. Sansún estaba al Sur, y gozaba del privilegio de buen tiempo
durante todo el año y de alcantilados y bahías llenas de ccastillos. Y por último estaba Garilde, el nombre de mi juventud, llena de ríos y bosques de pinos.
Los
castaños se situaban al principio y al final de cada calle, aunque
solía haber más en mitad de la calle si ésta era larga. Existe una
leyenda que dice que hace muchos, antes de que Los Duques llegaran a mi
aldea, Ília, se sucedia una guerra entre Kunkin y Atasni, por la
posesión de las minas de Sal. El rey que regentaba Ília, llamado Selenio
II mandó plantar castaños en cada calle, con varios propositos. Unos
dicen que eligió castaños porque era el árbol preferido de su esposa, y
otros dicen que era una táctica para esconder a la ciudad para que los
Atasnianos confundieran los árboles con un bosque en vez de con la
ciudad. Cuando yo era pequeña no había tantos árboles, pero la gente más
mayor dice que en cada casa había un árbol, que crecia con las raices
debajo de los cimientos, con el tronco como pared, y las ramas como
tejado. La historia cuenta que gracias a los árboles, nos escondimos de
los Atasnianos, y Ília fue la única ciudad superviviente de la maldad de
estos vecinos.
A mi me gustaba pensar que Selenio mandó plantar aquellos castaños, en regalo a su esposa. Y también me gustaba pensar, que siempre llevé el olor a castañas asadas en mi piel, aunque siempre estuve equivocada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario